lunes, 17 de junio de 2019


La muerte de la LUZ del conocimiento
Efraín Rincón Marroquín (@EfrainRincon17)

En la actualidad, las riquezas de las naciones se miden por el nivel de conocimientos y capacidades de sus ciudadanos, más no por los recursos naturales que posea. Si la sociedad no se ha esforzado en cultivar el conocimiento, le costará aprovechar eficientemente sus recursos, por muchos que éstos sean. Seguirá siendo, entonces, un país esclavo de la mediocridad y de las profundas desigualdades sociales y económicas que arrastra la pobreza.

En la región latinoamericana, nadie como Venezuela, dispone de recursos naturales tan abundantes y valiosos; somos el país con el mayor volumen de reservas probadas de petróleo del mundo; tenemos hierro, metales preciosos, carbón, gas, grandes extensiones de tierras fértiles, riquezas hídricas, etc. y, por si faltase algo, tenemos una ubicación geográfica estratégica que nos conecta rápidamente con el resto del mundo. Esos extraordinarios recursos no nos salvaron de la catástrofe humanitaria que estamos padeciendo, gracias a la implantación de un régimen dictatorial, basado en la corrupción y en el desprecio visceral por el conocimiento y por las ideas del mundo civilizado.
El régimen venezolano ha fomentado la ignorancia de sus conciudadanos, a fin de garantizar el control social por parte de un poder inepto e inmoral. Mientras más ignorantes y pendencieros, más dependientes somos del Estado, castrándonos la creatividad que el conocimiento nos otorga a los seres humanos. Ya lo decía el Libertador Simón Bolívar, que “un pueblo ignorante es un instrumento ciego de su propia destrucción”.

Lo hemos repetido hasta la saciedad, el régimen chavista-madurista ha sido la peor tragedia que ha vivido Venezuela a lo largo de su historia republicana; nada se compara con el saqueo y la destrucción perpetrada por esta mafia de forajidos y resentidos sociales. Destruyeron el país, sus instituciones y su economía, convirtiéndonos en una sociedad en la que cinco de cada diez venezolanos (47%) manifiestan el deseo de irse del país, según la encuesta nacional de Consultores 21, correspondiente al primer trimestre del 2019.

La inmensa mayoría de los venezolanos hemos vivido en carne propia las consecuencias de la hecatombe revolucionaria. Pero, en esta oportunidad, quisiera referirme al tema de la educación, inspiración de este articulo de opinión. Hugo Chávez se dio a la tarea de destruir la universidad venezolana, utilizando múltiples mecanismos: la descalificación progresiva de la academia y de la investigación -a los profesores nos transformaron en trabajadores universitarios-; la asfixia financiera convirtió a las universidades en instituciones que sólo pagan nóminas deficitarias y miserables; la violación de la autonomía universitaria, al impedir elecciones libres del gobierno universitario; y, la creación de universidades paralelas con el propósito de adoctrinar a sus estudiantes para favorecer a una idea única, en contra de la pluralidad y la criticidad que acompañan al pensamiento democrático.

Después de semejante dosis destructiva, los resultados están a la vista. Nuestras universidades sólo albergan las sombras de lo que pudo ser un futuro promisorio en manos de jóvenes preparados, capaces de liderar los cambios de la sociedad del conocimiento y de la tecnología. Impedir que la educación sea el motor que mueve la sociedad en todos los sentidos es, con seguridad, uno de los mayores crímenes del socialismo del siglo XXI. Estamos en la escala de los países más pobres del mundo, rezagados tecnológicamente y con un sistema educativo completamente aniquilado en todas sus etapas. Nos robaron las posibilidades de seguir formando capital humano de primera categoría para iniciar el tránsito hacia la globalización.

He mantenido la tesis que la única revolución que ha tenido Venezuela es la educativa. Después de ser un país analfabeto durante buena parte del siglo XX, logramos metas extraordinarias en materia educativa, a partir de 1958. La universidad se convirtió en el principal mecanismo de movilidad social en Venezuela, contribuyendo con la formación de una clase media vigorosa, que sacó de la pobreza a miles de hogares. Se consolidó una clase profesional que ya empezaba a familiarizarse con las tecnologías del nuevo milenio. Esas posibilidades fueron truncadas por el régimen, convirtiendo a nuestras universidades en casa ruinosas donde ya no hay estudiantes, ni profesores, ni investigadores que puedan contribuir con el desarrollo del país. El régimen usurpador apagó la luz del conocimiento para sumergirnos en la oscuridad de la ignorancia, el atraso y la pobreza.

Dentro de los gigantescos retos que tenemos los venezolanos por delante, la educación es un tema de máxima prioridad, junto a la reinstitucionalización democrática del país. El modelo educativo que imperó hasta el inicio de la era Chávez-Maduro, con importantísimos logros, es necesario reinventarlo. En el nuevo ciclo del país, confiado en que hemos aprendido la lección, la educación debe promover y defender con firmeza valores democráticos y ciudadanos, para que nunca jamás un régimen tiránico nos secuestre la libertad; las universidades no pueden seguir graduando desempleados, sin evaluar las verdaderas demandas del mercado laboral; ni mucho menos aceptar el ingreso de alumnos que no valoren los esfuerzos del Estado para proveerles educación; la gratuidad debería ser un tema que debe ser evaluado en el futuro.

La educación debe constituirse en una herramienta clave para empoderar al ciudadano, al recortar las distancias que lo separan de la tecnología y del desarrollo global; debe fomentar el emprendimiento y la iniciativa individual, sin que ello afecte la responsabilidad social que le es inherente. La educación debe ser una aliada poderosa de la empresa privada, capaz de generar empleos productivos, bien remunerados y de calidad que contribuyan con el bienestar general de los venezolanos. La deuda que tenemos con la educación es enorme. Debemos pagarla tanto el nuevo gobierno democrático, como todos los que creemos que la educación es la luz que nos permitirá construir la Venezuela grande que todos soñamos.

Profesor Titular Eméritus de LUZ

martes, 11 de junio de 2019


Las dos paciencias

Efraín Rincón Marroquín (@EfrainRincon17)

Se define la paciencia como “la capacidad de sufrir y tolerar desgracias y adversidades o cosas molestas u ofensivas, con fortaleza, sin quejarse ni revelarse”. Esa paciencia es la que se les pide a los venezolanos frente a esta descomunal crisis que amenaza con destruir a todo un país. Es una paciencia larga, sin respuestas concretas e invocada por políticos, según la coyuntura que estemos atravesando. “El tiempo de Dios es perfecto”; “aquí nadie se rinde”, son frases que hemos escuchado en los últimos años de la revolución chavista-madurista, en la que sobrevivir ya es toda una odisea para los venezolanos.
Si algo hemos comprobado en Venezuela, es que el tiempo de la gente no es igual al tiempo de la política; en circunstancias normales, esa premisa puede ser cierta y comprensible, pero en momentos donde la gente se está muriendo por falta de alimentos y de asistencia médica, o está huyendo del país para no dejarse morir, esa premisa es una bofetada que golpea muy fuerte la dignidad humana.

Esa paciencia que nos exigen a los ciudadanos no es la misma que practican algunos políticos, en su afán desmedido para aspirar a un cargo público, inmediatamente que oyen la palabra elecciones. A pesar de esta tragedia inédita, cuya responsabilidad es exclusiva de un régimen genocida, saqueador e inmoral; a pesar de estar conscientes -a veces dudo que lo estén- que la unidad monolítica de los factores democráticos, es un requisito obligatorio para alcanzar los objetivos supremos de la nación; a pesar de todo esto, siguen jugando su propio juego de espaldas a un pueblo sufrido que clama libertad, justicia y progreso. La paciencia de algunos políticos es más corta y mucho menos penosa que la que nos exigen a la inmensa mayoría de los venezolanos.

Después de más de cinco meses del 5 de enero, el juego está trancado. No se vislumbra en el corto plazo una salida efectiva al conflicto venezolano. Maduro continúa en el poder terminando de consumar el peor genocidio que hemos experimentado los latinoamericanos. Las fuerzas armadas siguen de espaldas a la Constitución y a la democracia, aferrados a intereses particulares que les garanticen riquezas mal habidas y beneficios que provienen de un poder inmoral e ilegítimo. Los partidos democráticos no terminan de estructurar un plan de país que conecte humanamente con las desgracias de la sociedad venezolana, sembrando una esperanza real y factible; los partidos y algunos de sus líderes están desgastados, desarticulados y sin un discurso unitario comprometido con la compleja situación que atraviesa Venezuela. Y, mientras tanto, el país se derrumba poco a poco. Las fuerzas ciudadanas están siendo diezmadas por un caos generalizado que socaba brutalmente los cimientos de nuestra existencia como nación. Si las cosas siguen por este camino, lamentablemente diremos ¡teníamos un país, lo perdimos!

No es el tiempo de la paciencia, es el momento de actuar. Ser pacientes es igual a cruzarnos de brazos a esperar el desenlace definitivo. Los políticos ya no nos pidan más paciencia, la hemos tenido en grado superlativo. Ya es hora que hagan lo que desde hace tiempo debieron haber hecho.

Estoy convencido, no obstante que, a lo largo de estos últimos veinte años, no habíamos tenido un avance tan significativo como el liderado por el presidente Guaidó. Sus esfuerzos y su tenacidad son admirables; por lo tanto, debemos preservar el activo más importante de las fuerzas democráticas. No sólo es imperativo aceptar la ruta marcada por Guaidó, es absolutamente necesario que los políticos y partidos de oposición actúen en auténtica unidad, sin agendas libres u ocultas.

Como demócrata y practicante de la civilidad, creo en la opción electoral para superar la crisis nacional. Pero esa opción no es automática ni inmediata. Es menester crear las mejores condiciones para que el resultado sea positivo y permanente en el tiempo. Sin reglas que promuevan el respeto, la equidad y una observación internacional confiable, hablar de elecciones es una manera de hacerle el juego al usurpador.   

Unas elecciones sin la instauración previa de un gobierno de transición, no resuelve de fondo la profunda crisis venezolana. Antes de la convocatoria electoral, el país necesita construir unas bases fuertes para rescatar la institucionalidad republicana y establecer las reglas de un pacto de gobernabilidad, que garantice la perdurabilidad de la paz y del modelo democrático post-revolución. Si no nos ponemos de acuerdo acerca de la operatividad del nuevo sistema político que aniquile las perversiones heredadas del socialismo del siglo XXI, entonces, los esfuerzos actuales servirán de poco en un mediano y largo plazo. Estaríamos dando de nuevo un salto al vacío.

La paciencia que les exigimos a los políticos es sacrificar, por ahora, protagonismos personales y candidaturales para sumarse a la tarea gigantesca de ponerle fin a la usurpación, haciendo uso de los medios más efectivos para alcanzar dicho propósito, encaminado al establecimiento de un gobierno de transición. ¿Acaso no nos dijeron que todas las opciones estaban sobre la mesa?, pues bien, vamos a usar las más efectivas, aquellas que pongan fin de una vez por todas a esta tragedia infernal, antes que perdamos completamente a Venezuela.

Vamos apurar el paso; el tiempo conspira contra la libertad. Este pueblo ha hecho muchos sacrificios y su paciencia está en el límite. Los políticos, tómense su tiempo, traten que sea poco, para que se pongan de acuerdo acerca del plan que haga efectiva la ruta marcada por Guaidó, con asistencia internacional. Solos no saldremos de esta tragedia.

Profesor Titular Emeritus de LUZ