miércoles, 25 de junio de 2014


Esa carta desgraciada…

Efraín Rincón Marroquín (@EfrainRincon17)

La carta que publicó Jorge Giordani, una vez oficializada su salida del ministerio de Planificación, cargo que ocupó varias veces por más de doce años consecutivos, está llena de tanta rabia y dolor como aquella canción que popularizó Gualberto Ibarreto, que decía: “Esa carta desgraciada puño y letra de mi amada”. Giordani titula su famosa carta como “Testimonio y responsabilidad ante la historia”. Testimonios que mantuvo muy en secreto a lo largo de estos quince años de revolución, mientras disfrutó de las mieles del poder; y, responsabilidad que ahora pretende eludir, después de haber sido el arquitecto financiero del gobierno de Chávez, autor del control de cambio y de las más diversas regulaciones que tanto agradan a un régimen violador  por naturaleza de la Constitución y la propiedad privada. Si alguien es responsable de la debacle económica del país, ese es Jorge Giordani, aunque quiera edulcorar su destacada participación en la revolución con una lealtad ciega y desmedida hacia Hugo Chávez.

Nadie en su sano juicio puede defender la nefasta gestión de Maduro. Ciertamente, desde que asumió la presidencia, la crisis económica se precipitó llegando a niveles insospechados. Hoy día estamos frente a un país sin salida, que padece la peor crisis de toda su historia republicana. Pero esta ruina no se gestó en un año, ha sido el producto de más de una década de errores garrafales, de ceguera ideológica, de pretender implantar un modelo económico arcaico y comprobadamente fracasado, y el artífice de esta hecatombe es Jorge Giordani, uno de los más radicales ministros de Chávez, quien se vanagloria de su pasado comunista y su presente como miliciano revolucionario.

En esa carta, Giordani hace fuertes acusaciones contra el gobierno de Maduro, muchas de ellas tan ciertas como la existencia de Dios, pero  también deja al descubierto su actitud malcriada e inmadura al hacerlas una vez que se sintió despojado del poder. ¿Por qué esperó tanto tiempo para decir las cosas que desde hace tiempo suponíamos buena parte de los venezolanos?; ¿por qué señalar ahora la falta de carisma y de capacidad para gobernar de Maduro, después que el país ha protagonizado más de cuatro meses de protestas por la misma razón, con un saldo de 40 muertos, prisión ilegal de dirigentes demócratas y estudiantes, y una represión brutal jamás vista en Venezuela?

Sin embargo, la carta de Giordani trae cola. Puso al descubierto lo que Maduro y Cabello niegan reiteradamente; en esta revolución la procesión va por dentro. La cacareada unidad de la revolución es un cuento chino; en este régimen cada quien está cuidando sus intereses y sus parcelas de poder, sin importarles el legado del “supremo”. Esa herencia sólo sirve, por ahora, para embaucar a algunos crédulos que se aferran a una esperanza que se esfumó; a la redención social que quedó en discursos rimbombantes cada vez más despreciados y rechazados por quienes sufren en carne propia las locuras de un proceso que fracasó estruendosamente.

La exigencia desesperada de lealtad, invocada por Maduro, es el inicio de lo que está por venir; cuando un barco empieza a hundirse, salen las ratas de sus escondites; ratas que hoy son señaladas como traidores, olvidando que la lealtad no se decreta ni se exige, sino que se construye con un liderazgo sustentado en la razón, la amplitud, la aceptación de la autocrítica y la disposición de enmendar los errores cometidos. La lealtad no es un acto gracioso que emana de quien detenta el poder, es el juicio supremo de un pueblo que evalúa el desempeño de sus gobernantes.

Esas profundas debilidades que la revolución ya no puede ocultar, por más recursos y medios tarifados que controle, deben ser objetivamente evaluadas por una oposición responsable y comprometida con un futuro seguro para los venezolanos. Es allí donde debe orientar sus esfuerzos a fin de presentarse como una verdadera opción de poder, porque si leemos con detenimiento la inefable carta de Giordani, debemos admitir que la gran verdad que aflora es que la única opción que tenemos los venezolanos, es el cambio de este gobierno lo más pronto posible, antes que la destrucción sea de tal magnitud que nos convirtamos en una réplica del pueblo cubano, gracias a más de cincuenta años de una revolución fracasada, inmoral y corrupta. Apreciados lectores, a pesar de las calamidades e infortunios que hoy sufrimos, empiezan a soplar nuevos vientos en Venezuela.
Profesor Titular de LUZ

miércoles, 18 de junio de 2014


Ganó la paz de Santos

Efraín Rincón Marroquín (@EfrainRincon17)

En días pasados escribí un artículo denominado “El dilema de Colombia”, en el cual analizamos los resultados de la primera vuelta e intentamos aportar algunas ideas en torno a la segunda vuelta, celebrada el pasado domingo 15 de junio. Decíamos que, considerando los resultados de la primera vuelta, la principal opción la tenía el candidato Zuluaga, pero advertíamos también que la percepción colectiva acerca del tema de la paz era vital para inclinar la balanza hacia uno de los dos candidatos. Los resultados de las elecciones presidenciales, indican que la mayoría de los electores prefirieron apoyar la oferta de paz que actualmente está negociando el presidente Santos. No obstante, es importante referir algunos datos para entender objetivamente el escenario en el que le tocará gobernar al recién reelecto presidente de Colombia (2014-2018).

Al igual que en el 2010, las elecciones presidenciales de Colombia se resolvieron en una segunda vuelta. Hace cuatro años atrás, Juan Manuel Santos obtuvo 9.028.943 votos, equivalente al 69.13%, sacándole una ventaja de 5.440.968 a Antanas Mockus (27.47%). En esta oportunidad, Santos obtuvo 7.711.484 votos (50.85%), casi 2 millones menos que hace cuatro años, en contra de 6.837.131 votos a favor de Zuluaga (45.09%), es decir, una ventaja de menos de un millón de votos equivalentes a un poco más del 5%. Ciertamente, Santos salió reelecto pero los resultados proyectan a un presidente más débil que en el 2010. En consecuencia, le corresponde gobernar con un país electoralmente dividido en dos porciones prácticamente iguales. A lo que debemos agregarle que la abstención, si bien es cierto bajó 8% respecto a la primera vuelta, se ubicó en 52%, proyectando que de cada cuatro colombianos con capacidad de votar, sólo uno apoyó la propuesta de paz del presidente Santos. Tales resultados requerirán más esfuerzos e inteligencia de la nueva administración para impregnarle mayor legitimidad a la etapa más compleja del acuerdo de paz que se negocia con la guerrilla en La Habana, Cuba.  

En el 2010, Santos ganó por Uribe; ahora, gana gracias al apoyo de una izquierda dividida en varias facciones. Recibió el apoyo desde Clara López, cuya participación en los últimos días de campaña fue crucial para que Santos incrementara en más de 950.000 sufragios en Santa Fe de Bogotá, derrotando a Zuluaga; hasta Antanas Mockus, su rival en el 2010; Gustavo Petro, alcalde Bogotá que el propio presidente pretendió inhabilitar; la ex senadora Piedad Córdoba, su archienemiga cuando él defendía la tesis guerrerista en contra de las FARC; pasando por conspicuos líderes del conservadurismo y liberalismo colombiano, tales como el ex presidente Belisario Betancur (1982-1986), y otros dirigentes abiertamente antiuribistas. Izquierda variopinta y enemigos encarnizados de Uribe, contribuyeron enormemente con el pírrico triunfo de Santos. Ahora le corresponderá lidiar no sólo con una oposición fortalecida, liderada por Uribe y Zuluaga, sino con unos aliados cuyas exigencias de una paz con verdadera justicia (indemnizaciones y juicios) para las víctimas de la guerra, incluyendo a los guerrilleros caídos, podrían dificultarle el camino para trabajar por una Colombia en paz pero también en progreso con oportunidades para todos, sin discriminaciones de ninguna naturaleza.

Como demócrata cabal, le deseamos el mayor éxito al presidente Santos en su nueva gestión, porque todo cuanto sucede en Colombia, bueno o malo, tiene profundas implicaciones en nuestro país. Debe entender el presidente Santos que los colombianos, especialmente los que se abstuvieron (52%), reclaman una mayor inclusión social que permita disminuir progresivamente las profundas diferencias económicas, sociales y educativas que aún persisten en Colombia. Entender que es necesario ejecutar una gestión que rompa con la creciente falta de confianza y credibilidad en la política y en los políticos. Y, finalmente, recordarle una célebre frase del presidente Kennedy: “¿Qué clase de paz buscamos? Yo hablo de la paz verdadera, la clase de paz que vuelve a la vida en la tierra digna de ser vivida, la clase que permite a los hombres y a las naciones crecer, esperar y construir una vida mejor para sus hijos”. Esa es la verdadera paz que desea el noble pueblo colombiano, tanto los que votaron por Santos, como aquellos que lo hicieron por Zuluaga o, sencillamente, los que con razón o sin ella se abstuvieron el pasado 15 de junio.
Profesor Titular de LUZ

miércoles, 11 de junio de 2014


Una sociedad en decadencia

Efraín Rincón Marroquín (@EfrainRincon17)

La decadencia es el principio de debilidad o ruina, tanto en el orden material como espiritual. La decadencia se asocia también con deterioro, menoscabo, colapso. Una sociedad en decadencia es una sociedad enferma, cuyos efectos hacen estragos entre los ciudadanos que forman parte de ella. En una coyuntura de decadencia nadie sale ileso, porque se asemeja a un cáncer que carcome los órganos y células sanos del organismo.

En el estudio de opinión pública de Consultores 21, C.A., correspondiente al mes de marzo de este año, puede apreciarse un incremento significativo en la percepción de los venezolanos relacionada con la decadencia del país. En el primer trimestre del 2012, el 32% de los venezolanos consideraba que Venezuela es un país en decadencia, pero a partir del tercer trimestre del 2013 hasta el primero del 2014, los venezolanos que piensan de esa manera alcanzan el 44.4%, un aumento de más del 12%, a lo que se le agrega un 26.3% que cree que Venezuela es un país estancado. La suma de ambas condiciones –decadencia y estancamiento- alcanza el 70.7%, esto es, siete de cada diez venezolanos creen que nuestro país va por muy mal camino, en decadencia y estancado.

No hace falta consultar datos de la opinión pública para percatarnos del estado de postración y de ruina que estamos viviendo, en todos los órdenes de la vida nacional. La corrupción, la mediocridad y la sumisión son signos de la decadencia de las instituciones del Estado Venezolano. Allí no hay pizca de decencia ni decoro. Pero si evaluamos el sistema educativo, el colapso es mayor cada día. Ausencia de una educación de calidad que forme a niños y a jóvenes con los conocimientos, habilidades y valores necesarios para la construcción de una sociedad democrática, moderna y segura. La familia no se encuentra en mejores condiciones. La transmisión de valores como el respeto, el trabajo, la solidaridad y la honestidad, no existe en la mayoría de las familias venezolanas que sufren el flagelo de la paternidad/maternidad irresponsable, la violencia doméstica y la falta de testimonios vivos que refuercen el papel de la familia como centro fundamental de la sociedad.

La mediocridad, la apatía y la falta de la prestación de servicios de calidad, dejó de ser desde hace tiempo una realidad exclusiva de los organismos gubernamentales; la empresa privada ya se contagió de esa epidemia. Empleados que, con razón ó no, viven sólo para ganar quince y último, sin interés alguno por superarse o destacarse entre sus compañeros. Irrespetan a los clientes o, lo que es peor, los ignoran absolutamente. Son una especie de autómatas que apenas respiran para no morir.

Como es de suponer, el valor de la ciudadanía es una entelequia entre nosotros. No podemos considerarnos ciudadanos cuya actuación engrandecen al país, a la ciudad o al barrio donde residimos. Somos violadores conspicuos de las normas de respeto y convivencia social. La criminalidad nos mantiene presos en nuestras propias casas. No respetamos las señales de tránsito; se nos olvidó dar las gracias o pedir permiso; el frente de las casas o las calles son botaderos de basura, sin que nos moleste la basura y la fetidez que ella despide. Nos estamos acostumbrando muy rápido a la suciedad, al abandono, al deterioro, al igual que los cubanos se acostumbraron a vivir entre las ruinas y despojos generados por una revolución corrupta e inhumana.

Pero allí no termina el colapso de la sociedad venezolana. Algunos políticos y muchos empresarios actúan de espaldas al país, porque los negocios con el régimen les impiden defender a Venezuela so pena de quitarles las prebendas y beneficios, muy atractivos por cierto, y someterlos a un proceso de persecución en manos de una justicia que sólo hace caso a las llamadas de Miraflores.

Ni hablar de la grave situación económica de la nación. Escasez generalizada, alto costo de la vida, desempleo, falta de divisas, desinversión, destrucción de la producción nacional; en fin, un estado de pobreza general que amenaza con eliminar por completo las oportunidades de superar tan dramática situación.

Estamos frente a una sociedad enferma que necesita no sólo de médicos virtuosos y calificados, sino de acompañantes conscientes de su responsabilidad y compromiso con el país. Ese es el gran reto que debemos asumir todos como si fuéramos uno. La decadencia de Venezuela nos exige que despertemos y actuemos con firmeza y valentía para evitar decir en algún momento: “extraño a Venezuela, a pesar de vivir aquí”.

Profesor Titular de LUZ

viernes, 6 de junio de 2014


Venezuela en su laberinto

Efraín Rincón Marroquín (@EfrainRincon17)

En 1989, Gabriel García Márquez, Premio Nobel de Literatura, escribió “El General en su laberinto”, novela donde relata los días del último viaje de Simón Bolívar, cuyo periplo inicia el 8 de mayo desde Santa Fe de Bogotá hasta el 17 de diciembre de 1830, fecha de su muerte en Santa Marta, Colombia. Escribe el Gabo que “Bolívar deja el poder desconcertado, agobiado, melancólico, triste y angustiado”, no sólo por la derrota de un cuerpo que ya no puede más a causa de los estragos de su enfermedad, sino  porque la gloria le ha dado la espalda, obligándolo a renunciar al gobierno como única opción. Los recuerdos lo atormentan en sueños intranquilos y salpicados de fiebre; piensa en Manuela “la Libertadora del Libertador”, en sus luchas para alcanzar la libertad de América y en todo cuanto hace  falta para cumplir su más grande sueño: la Gran Colombia.

Ese laberinto que sufrió el hombre más grande de América, en sus últimos meses de vida, es el mismo que está sufriendo su país natal en pleno siglo XXI. Venezuela es hoy un país desconcertado, agobiado, triste y angustiado. Por grande que sea la dosis de optimismo que pretendemos impregnarle a nuestras vidas, resulta imposible apreciar un cambio para mejorar en el corto plazo. Con el amanecer de cada día, la situación empeora y la capacidad de respuesta del régimen se achica peligrosamente. La velocidad de los sucesos es impresionante. No existe día en el que los venezolanos debamos pagar con creces los errores de un gobierno que desde hace mucho tiempo perdió la brújula. Definitivamente, el país le quedó grande a un régimen cuya principal virtud es su estrepitoso fracaso.

La inflación anualizada está por encima del 70% y se prevé que el año cerrará con un 80% del alto costo de la vida. El salario mínimo no alcanza siquiera para adquirir la cesta básica; nuestro pueblo está pasando hambre, reconocido por cifras oficiales que proyectan un crecimiento de la pobreza durante el último año en 29%. La escasez de alimentos, medicinas e insumos de todo tipo, es alarmante y peligrosa; ya observamos brotes de violencia entre compatriotas que se golpean por un paquete de harina o un pote de leche, o asesinan por la falta de repuestos para vehículos y motocicletas. Ese laberinto en el que vivimos cada día nos está llevando a la pérdida absoluta del valor de la vida; cualquier cosa vale más que la vida de miles de inocentes que han muerto en manos de delincuentes que se sientes dueños y amos del país. Estamos al borde de una especie de canibalización similar a la practicada por tribus africanas. El país es una locura que ni psicólogos ni psiquiatras pueden entender. Las nuevas generaciones de venezolanos perdieron la posibilidad de vivir mejor que nosotros; las oportunidades se agotan inexorablemente, mientras que la frustración y la angustia les roban las fuerzas para levantarse de semejante pesadilla. Los jóvenes denuncian con justa razón que con este régimen no hay futuro.

En este laberinto no existe nada que justifique cómo una élite fracasada y apátrida, en sólo quince años, destruyó un país llamado a ser el más próspero de Latinoamérica; una élite irresponsable que no sólo se ha robado miles de millones de dólares, sino que está dilapidando la oportunidad de nuestros jóvenes de convertirse en hombres y mujeres preparados y comprometidos con el progreso que nos pertenece a todos por igual.

Al igual que Bolívar en su laberinto, la Venezuela de hoy tiene pesadillas salpicadas de dolor y violencia; sufre de fiebres que merman las fuerzas de un cuerpo abatido por la injusticia y la pobreza; padece del síndrome de la depresión que anula la capacidad para levantarse de esta podredumbre revolucionaria. Para superar el laberinto en el que estamos sumergidos, es necesario que unamos fuerzas y sabiduría para combatir más temprano que tarde el caos que se empeñan en sembrar los malos hijos de la patria. A pesar de tantos infortunios, la lucha es la única opción para alcanzar el orden y la democracia que nos lleve al país grande por el que luchó incansablemente el Libertador Simón Bolívar, sólo así el Libertador descansará tranquilamente en la eternidad.
Profesor Titular de LUZ