El
fin de la fiesta populista
Efraín Rincón Marroquín
(@EfrainRincon17)
El populismo es un concepto
político normalmente asociado con la defensa de los intereses del pueblo,
entendido como el grupo social mayoritario de una nación. Los políticos que
practican el populismo, como antítesis del execrado neoliberalismo, se
aprovechan de las necesidades de los más débiles para llegar y mantenerse en el
poder indefinidamente.
Teóricamente hablando, el
populismo es mucho menos complejo de lo que pretenden hacernos creer sus
practicantes de oficio. Se trata, en definitiva, de una simplificación
dicotómica y el claro predominio de argumentos emocionales sobre los
racionales, basados en un fuerte liderazgo carismático, intensa movilización
popular y propuestas de igualdad social. Con tales planteamientos, los
populistas juegan a la anti política, se abrogan la exclusividad del cambio y
deslegitiman cualquier proyecto político que discrepe del suyo. Dentro de este
modelo político, los ciudadanos son sustituidos por el pueblo, al que se le
considera una masa amorfa, sin criterio propio y absolutamente fiel al caudillo
que les prometió su redención social.
A falta de argumentos
racionales, el populista apela a la emoción, al corazón de la gente, con el
propósito de generar lazos de “amor y lealtad” que neutralicen la inteligencia
colectiva capaz de delatar sus más oscuros proyectos. Resquebrajado el
raciocinio de las personas, el populista hace fiesta con su ingenuidad y con la
esperanza inoculada de que efectivamente el ‘”salvador de la patria” traerá la
felicidad que los demás políticos les niegan.
Con el advenimiento del
siglo XXI, los vientos huracanados del populismo se adentraron en el alma de
América Latina, con la pretensión de quedarse para siempre en el poder.
Afortunadamente la historia es cíclica y sujeta a cambios permanentes. A pesar
de los ingentes esfuerzos –entiéndase tropelías, violaciones a la Constitución,
ventajismo y uso abusivo e inmoral del poder- para eternizarse en el gobierno
de sus naciones, el duro peso de la realidad nos advierte que el fin de la
fiesta populista está más cerca cada día. Y hablo de fiesta porque, gracias al
populismo, la elite gobernante y sus más cercanos colaboradores se enriquecieron
grotescamente a costa de la miseria de los pueblos, cuyos sueños fueron
violados y destruidas sus esperanzas en un mejor futuro.
El fin está cerca aunque cueste
creerlo. Poco a poco se aclaran los nubarrones a los que el populismo nos tenía
sometido. En Argentina, gracias al voto mayoritario por el cambio, fue superada
una de las más oscuras épocas de su historia, liderada por el dúo catastrófico de
los Kirchner. Atrás quedó el estilo arrogante, inmoral y autoritario de la
nefasta Cristina, para dar paso al gobierno de Macri cuyo reto más exigente es devolverles
a los argentinos una sociedad libre, democrática y referencia del buen manejo económico
en la región. Las pretensiones de reelección indefinida de Evo Morales acaban
de ser derrotadas, a pesar de la prepotente posición del régimen de desconocer
la proximidad del fin de una era caracterizada por los vicios y corruptelas
propias del autoritarismo izquierdoso.
La semana pasada, la
justicia tocó las puertas del reinado del Partido de los Trabajadores de
Brasil, cuyo líder más conspicuo es Lula Da Silva, investigado por una red de corrupción
que operaba en su gobierno desde Petrobras. Sin duda, esto salpica la
deteriorada popularidad de la presidenta Dilma Rouseff que, en los últimos meses,
se ha visto asediada por multitudinarias protestas y una opinión pública que
demanda pulcritud en la administración de los dineros del Estado y la restitución
de beneficios sociales que permitan mejorar la calidad de vida de los brasileños.
Todo parece indicar que el fin de ese modelo político también está muy cerca.
Y en Venezuela, ¿qué está
pasando? La temprana muerte de Chávez marcó el inicio del fin. Su sucesor, Nicolás
Maduro, ha demostrado hasta la saciedad su increíble incapacidad para enderezar
los entuertos estructurales que heredó de su mentor. En sus manos, la revolución
apenas vive, sólo aguarda por la ruptura definitiva de la paciencia y aguante
de un país que perdió toda posibilidad de progresar con un régimen que resultó
la más grande estafa de nuestra historia republicana.
Durante estos 17 años,
Venezuela pasó de ser el principal país petrolero de la región a convertirse en
el principal exportador del modelo populista y revolucionario en América Latina.
Apoyado en la portentosa chequera petrolera, Chávez financió las pretensiones hegemónicas
de un grupo de líderes de la región cargados de resentimientos sociales y
amantes del más rancio autoritarismo tropical.
Las banderas de cambio y redención
social enarboladas por el populismo chavista y sus compinches, fraguaron la
ruina de nuestras naciones, especialmente Venezuela y Argentina, porque la
libertad se convirtió en autoritarismo; la honestidad en la más grotesca corrupción
y saqueo; la justicia devino en arbitrariedad e ilegalidad; la inclusión se transformó
en sectarismo violador de la dignidad humana y el progreso en pavorosa pobreza
y mendicidad. Ese populismo perverso y destructor tiene sus días contados.
Dios quiera que nunca más la
emoción y las falsas esperanzas, se apoderen de nuestra inteligencia y del buen
juicio para impedir elegir de nuevo a un mesías que, junto a sus apetencias y locuras,
nos arrastre al foso que tantas desgracias nos ha traído como sociedad.
Aprendamos la lección y luchemos unidos para combatir el veneno de un populismo
izquierdoso, obsoleto y autoritario como el de Chávez, Maduro, Cristina, Evo, Correa,
Ortega y el de tantos charlatanes de pacotilla que han pretendido arruinarnos
como sociedad moderna, civilizada y democrática.
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